1/9/10

Enrique Urquijo

Cuando en la barra de tu bar (podía ser el Penta, la Vía, el Honky) ya ves demasiados vacíos a derecha e izquierda, cuando en el futbolín de tu vida hay demasiados muñecos rotos, sólo y sólo entonces te has hecho viejo. Enrique (sobre)vivía, escribía, componía y amaba con la frente marchita y los sentimientos en carne viva, los estribillos a flor de piel. Parecía que se dejaba las entrañas en cada estrofa, en cada verso, como si fuese a ser la última, cuando menos, la penúltima. Podía desaparecer en cualquier calleja oscura, en cualquier bareto de cualquier ciudad en mitad de una gira. Podía cundir el pánico (y a veces cundía) y olvidaba una, dos, tres letras. Era un compositor exigente, un músico minucioso, un buen colega, aunque de vez en cuando anduviese por las nubes, por sus nubes, tan parecidas a las del amigo Antonio Vega.

Buscó paraísos perdidos, y si los encontró se perdió en ellos. Se lo jugó casi todo a una carta, la de su música y su desconsuelo, que muchas veces fueron lo mismo. Fue una sombra que podías cruzarte por las madrugadas desasosegadoras y en bancarrota de Malasaña, podías verle en cualquier chiringo echándose un trago y emborronando una servilleta, que luego sería otra obra maestra, de ésas que te ponían el corazón en un puño. Una de ésas madrugadas fue la última. Tenía 39. Aquel anochecer de noviembre nos hicimos viejos de repente. Bebimos hasta perder el control. Aquel día de noviembre, el futbolín de nuestra vida perdió otro titular. Sus canciones ahí, valen para un roto del alma, para un descosido de las entrañas. Desde el fondo del penúltimo bar tres versos vuelven a desmadejarnos el corazón: «He muerto y he resucitado. Con mis cenizas un árbol he plantado, su fruto ha dado y desde hoy algo ha empezado»


Los Secretos, "Cambio de planes"

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